de Pedro de Miguel.
Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que la viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.
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2 comentarios:
Tal vez era porque uno se acostumbra a que los demás lleguen a uno solo sin necesidad de hacer nada para lograrlo, más que no cambiar aquellas cosas a las que estamos acostumbrados.
Elva*
No sé, yo creo que ella sí hacía algo para que los demás se acercaran a romper su soledad, aunque siempre hiciese lo mismo... Pienso que si no haces nada para lograrlo, la gente deja de acercarse a uno.
Hay veces que parece que si nos aislamos demasiado, nuestro "espacio vital" cada vez es mayor y más denso, con lo que para los demás cada vez se hace más difícil atravesarlo.
Parece que la soledad llama a la soledad y se te va acumulando, si no luchas contra ella desde el principio (aunque sea con un simple hilo rojo), cada vez te será más complicado quitartela toda de encima.
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